viernes, 19 de enero de 2018

El carácter esperado en un científico

Alguien me calificó cierta vez de sobrecrítico. Quien me lo dijo tiene esos atributos deseables en un hombre de ciencia: racionalidad, ecuanimidad, pensamiento estructurado, ambición, impulso y progreso en el área.  Viniendo de otro, es probable que la frase me hubiera entrado por un oído y salido por el otro, pero no se puede desaprovechar semejante ocasión tan propicia para afinar la puntería. Meditemos un poco lo qué significa serlo, después de todo no deja de resultar inquietante este calificativo reservado para quien destruye incluso lo que hay de valioso en una propuesta.

Ir más allá de los límites admisibles para la crítica, esa que se dice debe ser constructiva, e incluso oponerle una función derrocadora ciega, ¿es esto realmente algo tan perverso y maligno para el espíritu? Acusar de sobrecrítica supone admitir tácitamente que hay algo de valor en lo que se pone bajo la lente, y más aún que esto es digno de conservarse. Entiendo los orígenes de esta incomodidad: es preocuparse porque la actitud conlleve a la infertilidad y la parálisis, a la destrucción de nuestros logros, es lanzar por la borda las sutiles y frágiles verdades que tanto tiempo nos ha llevado conquistar.  Sin embargo, voy a pensar a mi favor que también se me ha hecho una concesión, se me ha calificado de cuestionador, aun cuando sólo sea para mostrar lo pernicioso que hay en el acto en sí.
 
Por supuesto me aferraré a este último margen cedido, para mostrar el valor que puede haber en una posición que no reconoce límite para la crítica. Será por supuesto una opinión muy definitiva y personal, pero precisamente por eso menos fingida, menos postiza. Nace de la convicción de que no se debe aceptar una verdad endeble que no resiste el menor de los azotes. Quizá en el campo de la ciencia sean muchos los que desearían fungir como defensores de grandes progresos, pero, ¿Qué ha significado en realidad la ciencia para el tiempo presente?, ¿acaso nos ha sido suficiente para resolver las contradicciones más urgentes y el evidente estado marginal del carácter humano promedio? Estas consideraciones, ya deberían ser suficientes para alertarnos sobre la trampa de la actitud opuesta: ¿no estaremos por el contrario siendo muy permisivos con el estado actual de las cosas, demasiado tiernos con nuestras susceptibilidades, en favor de una vanidad pueril, y de un irresponsable confort intelectual?.

Quizá ante el dogmatismo de los valores negativos, que imponen fronteras temerosas a la razón, debamos oponer la voluntad activa y expansiva, una que se precie de padecer los efectos finales de llevar hasta las últimas consecuencias la controversia. En lugar de resguardarnos en la censura prejuiciosa, sin duda por la fragilidad de carácter, deberíamos estar dispuestos a sacrificar nuestros mediocres logros parciales, y desechar de una vez por todas la intención de conservar lo que por otro lado siempre han sido raquíticas conquistas que no resisten un paliativo más. ¿Cuál es el máximo riesgo que se corre al activar la crítica iconoclasta? Nietzsche nos mostró que, en caso de presentirse un riesgo en esto, será a condición de conservar una visión miope del lamentable estado de la civilización y el mal llamado progreso. No hay un tiempo en el que el estancamiento de nuestra especie haya sido más notable, y si la frase suena de cajón es porque se ha vuelto una grotesca realidad el deterioro cada vez mayor de las mal llamadas cualidades superiores que decimos poseer. Cuán pronto estamos dispuestos a olvidar una verdad amarga como esta, con tal de conservar nuestras ilusiones, y las pusilánimes tranquilidades psicológicas.

Los científicos son un grupo más de individuos en un área muy concreta de la actividad humana, y como tal han heredado el carácter del tiempo en el que han nacido, en su mayoría estadística padecen del mismo influjo insano de estas sociedades neoliberales, y ya ni siquiera se les puede atribuir el viejo pecado de positivistas, pues desesperanzados y desesperanzadores, no creen ni en sus propios propósitos ni parece tampoco importarles más la cuestión, avestruces con la cabeza bajo la arena, ya  no están dispuestos a adherir el principio de que para ser digno de recibir ese título necesitarán conflictuarse permanentemente, y dudar más que ninguna otra persona del valor último de sus siempre anodinas empresas. Parece ser que les resulta muy insoportables persistir en más elevadas búsquedas incluso en medio de la irrisoria pequeñez de nuestra finita existencia. A este tipo de sujetos les deseo: una buena dosis de depresión y enfermedad mental, y un feliz 2018.

Es muy posible que el "alguien" quien motivó este escrito esté de acuerdo conmigo en gran parte de lo que consigno; y apunto que tal vez no casa en la mayoría estadística a la que acabo de hacer referencia. Incluirlo ahí sería quizá precipitado e injusto, sin antes conocer su trabajo y su vida a mayor profundidad. También sé que el énfasis que pongo en la presente opinión no me exime del adjetivo de sobrecrítico, pero en todo caso el calificativo ya me es en este momento irrelevante.

martes, 7 de noviembre de 2017

PRESENTACIÓN

Y quien les habla?

Mi nombre es Hernán Montes, ingeniero industrial, y estudiante de Maestría en Ciencias con Orientación en Matemáticas por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Pero esto no es más que la trayectoria profesional y no representa mucho de las preocupaciones más personales (así de incoherente soy :) ). En los últimos años he verificado la necesidad de combinar el conocimiento técnico que se adquiere en la formación en ciencias como las matemáticas, con un conjunto de estudios sobre las cuestiones sociales, puesto que, de no hacerse, estaríamos condenados a caer en el uso instrumental de la ciencia, o en el peor de los casos a alienarnos completamente en nuestra labor de investigación. 

Lo anterior me ha llevado a estudiar por propia cuenta (debo confesar que en forma muy artesanal aún) algo de sociología, filosofía (de la ciencia más específicamente), y economía. Por supuesto no tardaron en aparecer los autocuestionamientos sobre mi identidad, sobre los límites de mi consciencia, y los estragos que la formación y las experiencias vitales han significado en mis pretensiones de lograr esa apertura y ligereza de espíritu que se requiere para comprender las conexiones entre estos campos. Con esto quiero explicar como llegué a interesarme por el Psicoanálisis como una vía para el conocimiento de sí, y para el entendimiento de la razón de ser de este peculiar deseo de saber. 

Mi próxima meta académica es iniciar un doctorado en Economía, eso explica esa última área de interés. Ahora me encuentro desbordado por la inmensidad de posiciones posibles en cada ciencia y la importante labor de síntesis que debe realizarse con el fin de alcanzar una mejor comprensión de sí mismo y de la realidad en su conjunto. No sé si todo esto pueda ser tarea para una sólo individuo, creería que no, así que espero poder compartirles mis angustias personales, y que ustedes hagan los mismos con las suyas, a la espera de encontrar algunas respuestas (no importa cuan parciales sean) a nuestras comunes inquietudes. Por otro lado, la misma amplitud en la que presento la tarea es una señal para los menos desprevenidos de una carencia de sistema, en parte porque no pretendo sistema alguno, y en parte porque no creo haber desarrollado las herramientas necesarias para formularlo y aplicarlo en modo explícito. Con todo, prometo hacer mi mayor esfuerzo para darme a entender. 

Son libres por supuesto de compartir cualquier material que crean que suma a la discusión, este sitio es suyo más que mío, y en todo caso no aspiro a algo más que actuar como detonante o como quien pone la excusa para un primer debate. En la sección de libros favoritos (la cual procuraré mantener actualizada) estaré compartiendo las lecturas que en el momento esté realizando, con el fin de que se comprenda la postura desde la que muy probablemente hablaré, y como una forma de presionarme a mí mismo para hacer la labor de síntesis tan deseada. Bienvenidas las sugerencias de lecturas por supuesto. 

Saludos a todos, y un abrazo fraterno.

domingo, 19 de octubre de 2008

RECURSOS DE LA AUTODESTRUCCION

Inicio este blog compartiendo un escrito iconoclasta por excelencia, pienso que de las ruinas pueden surgir las mejores propuestas. Por otro lado, quiero establecer el perfil psicológico de quienes inician este camino, qué piensan ustedes de las ideas de quien a continuación escribe?, y cómo pueden leerse nuestras intenciones de poner en armonía los aportes de las diversas ciencias desde la perspectiva de un pensador como Cioran?. Y finalmente: vale la pena tomarlo en serio?

EMILE CIORAN
RECURSOS DE LA AUTODESTRUCCIÓN

Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente... Los grilletes y el aire irrespirable de este mundo nos lo quitan todo salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan. Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí? Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces. Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Volcados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única -por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.